Nos levantamos temprano, desayunamos en
el hotel (impresionante buffet, frutas, fiambres, huevos, panes,
dulces, ceviche, tortillas, guisos, salchichas...) y Caro le hizo
todos los honores a esas cosas raras.
Nos tomamos el metrobus hasta cerca del
Malecón (el pasaje cuesta u$s 0,25 cada uno) y empezamos a
recorrerlo.
Francisco le dio uso a todos y cada uno
de las atracciones, por un dólar se metió dentro de una enorme
burbuja que flota en una laguna, por 50 centavos dio miles de vueltas
al circuito de kartings eléctricos y por las ganas de potrear probó
todas las hamacas, trepadoras y toboganes del Malecón.
Nosotros nos conformamos con
emocionarnos con el monumento del saludo de Bolivar y San Martín que
corona el lugar.
Almorzamos por cinco dólares cada uno
en un patio de comidas frente al río y fuimos a conocer el dichoso
parque de las iguanas. Su verdadero nombre es Parque Centenario, una
plaza de una manzana de diámetro en el centro de la zona sur.
Llegando a la plaza yo dudaba, esperando un parque cerrado y vigilado
para que no se escaparan las iguanas, que hubiera más que dos de
esos bichos, craso error, el nombre de parque de las iguanas está
bastante bien puesto, literalmente las iguanas caian de los árboles.
Verdes, de todos los tamaños hasta llegar a haber algunas de casi
metro y medio de largo, caminan sin importarle un pomo la gente,
cruzan los senderos, toman sol en las fuentes y sombra en las
glorietas y te miran desde las palmeras como si fuéramos nosotros
las verdaderas atracciones.
No sé si habrá más Guayaquil para
conocer, espero que no porque no tenemos más tiempo. Cenamos y
acostamos a los chicos y ahí aprovechamos para escaparnos al jacuzzi
(que cuando subimos a la habitación nos enteramos que estaba
incluido en el paquete, ¡yeahhh!)
No hay comentarios:
Publicar un comentario